La ola / Olatua

Textos

“Our gaze is submarine”

Hace unos años, un niño aficionado al surf me dijo que era la luz la que le indicaba la profundidad de la ola; la luz la que orientaba a la superficie del agua, la vía hacia la bocanada de aire. Es la hermosa y emocionante visión infantil desde la profundidad de nuestras frías aguas, tantas veces despiadadas.

Siendo como soy de las personas que se ahogan en una vaso de agua, hoy, arremolinada en la cavidad del sillón de casa, la imagen me ha hecho sumergirme en aguas más profundas, en aguas que pueden resultar más terribles que nuestra mar y me han venido a la mente los dos ríos de la hidrografía literaria que mencionan los especialistas. Tal como indica C.Bonald, cada vez será más evidente la diferencia entre una escritura que desea ser fiel reflejo de la realidad y la expresión artística de la misma. En el primer tipo, incluiríamos textos que ofrecen una información objetiva, como ocurre con los reportajes; en el segundo tipo, sin embargo, se clasificarían los textos que desean ser una transposición, una versión artística de la realidad.

A estos últimos tipos de texto los denomino yo literarios y no tienen nada que ver con la dificultad, las leyes del mercado, ni la belleza. Cuando a una profunda mirada de la realidad, semejante a la mirada del fondo marino, se le une la adecuada expresión surge la fascinación del lenguaje literario. La clave se encuentra ahí, en el mismo lenguaje.

Los escritores son nadadores que se sumergen en aguas profundas en busca de la palabra adecuada. Muchas veces, cuando es la realidad misma la que nos supera, resulta difícil encontrar esa palabra. El poeta P.Ezkiaga denominó con una bella metáfora la realidad que se encuentra por encima de toda expresión: “el corazón de la nieve derretida”. Patxi admiraba profundamente a T.S.Eliot, quien en su poema “O Light Invisible” decía: ““Our gaze is submarine, our eyes look upward/ and see the light, that fractures through unquiet water./ We see the light, but see not whence it comes/”.(“Nuestra mirada es submarina, nuestros ojos se elevan/ y ven la luz que irrumpe a través del agua inquieta/Vemos la luz, pero no de dónde viene”). Pasan los días y los nadadores siguen en el fondo de la mar, en busca de la palabra adecuada.

“Cést un phare allumé sur mille citadelles”

Sé que no soy especial: las arrugas de la orografía de mi piel hacen aflorar el rastro de la primera mujer; al besar, se siente la misma estela de aquel primer estremecimiento; y el nombre de mi amor despliega en el aire el eco del nombre del primer amante.

Siempre me han deslumbrado el origen de la palabra, las primeras pinturas rupestres y la necesidad de los primeros humanos de embellecer el cuerpo y los utensilios. Conocemos las distintas teorías científicas, pero lo que a mí me maravilla es la pulsión del ser humano por crear, su necesidad imperiosa de buscar la belleza. Sé que es nuestra mirada la que denomina “arte” una creación, o las temibles leyes del mercado, y, sin embargo, creo que los primeros seres humanos distinguirían los matices diferenciadores de cada pintura. No me refiero a la mano que pinta o talla ni a los labios que narran. El dar valor a la autoría se me antoja de una época más tardía; hoy en día, esta tendencia adquiere la fuerza arrasadora de un ciclón en nuestra civilización que tiende a convertirse en mero espectáculo. Lo que quiero subrayar es la diferencia entre cada obra. Un rayo artístico ilumina las manos de “La cueva de las bestias” de Egipto, la esbeltez de las recogedoras de miel de Valencia, la cintura del bailarín de Cogul y el movimiento airoso de la Venus de piedra de Galgenber.

Los relatos narrados por aquellos primeros labios tendrían el encantamiento de la palabra, el mismo que induce a un niño a pedir “otra vez…”. El acontecimiento más banal o más terrible –una palabra, un gesto, un sentimiento…– puede convertirse en germen de un atractivo relato. La palabra es la única herramienta humilde y necesaria. Después, el creador trabajará en la combinación de las palabras, del mismo modo que el sastre o el artesano, sentado en una pequeña silla, todos los días, con sumo cuidado, aprendiendo de los maestros. Cuando G.G.Márquez leyó Pedro Páramo quedó deslumbrado. Tras la primera lectura, la admiración del aprendiz le condujo a analizar la carpintería del texto, con el único objetivo de aprender.

Otro don del ser humano es el ritmo. Cuando al reflejo de la palabra se le suman el ritmo, la melodía o las características de los distintos sonidos, nos encontramos ante el origen de la lírica (no debemos olvidar que en la etimología de la misma palabra se halla la “lira”). A pesar de que la oralidad es parte importante de nuestra cultura, entre nosotros no ha tenido mucha resonancia el conflicto planteado por la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. ¿Dónde se hallaría el límite diferenciador entre un “bertso”, un poema o una canción? Podríamos añadir muchos ejemplos; nuestros “too much”. Es cierto que cada género presenta sus características particulares, ¿pero alguien podría afirmar que muchos de los “bertsos” de Lizaso o Maddalen no son poemas, o que muchas de las canciones de Mikel Laboa o Anari no forman parte de la lírica? Dos perlas para cada modalidad de arte en representación de nuestra mar, tan fértil; ejemplos de un legado que deberíamos cuidar con esmero y difundir con responsabilidad.

El origen de los primeros poemas aparece muy unido a la narración. Los límites y clasificaciones pueden ser de ayuda, pero pueden resultar también deplorables; es lo que ocurre con los géneros literarios. La poesía ofrece sus dones a la narración en la misma medida en que la narración puede enriquecer la poesía. Por eso, amamos la melodía agradable y natural de las largas oraciones de Proust o Luis Mateo Díez; porque vuelve la lectura suave y sencilla, como el caminar agradable sobre un prado suavizado por el silencioso musgo.

Los amantes de la poesía sabemos que nuestras palabras de amor se balancean en dóciles olas, en las mismas en las que nadaron las primeras de otro amor. Nos tumbamos en el agua, contemplando el cielo y escuchamos el sonido del fondo del mar; el eco de las primeras canciones. Entonces, nos damos cuenta de que los buenos poemas son como faros en nuestras vidas, del mismo modo en que Baudelaire sentía las grandes pinturas en su poema “Les phares”: “Cést un cri répété par mille sentinelles,/ un ordre renvoyé par mille porte-voix;/ cést un phare allumé sur mille citadelles…” (“Es un grito repetido por mil centinelas/ una orden propagada por mil portavoces;/ es un faro encendido en mil ciudadelas…”).

“Estos días azules y este sol de la infancia”

Paul Theroux, en su libro The Great Railway Bazaar, afirmaba lo siguiente: La diferencia entre la literatura de viajes y la ficción es la misma que la que existe entre la escritura de aquello que observan los ojos y la que conoce la imaginación. La ficción es pura felicidad.

Creo que es el sentimiento de muchos escritores que amo. Entre ellos, hay grandes poetas: se encuentran ante la realidad, sintiendo la misma fuerza de la inesperada ola y su piel recibirá el cardenal fruto de un duro golpe o el calor de una dulce caricia; dentro, un temblor, una pulsión, el aguijón de la escritura. Existe la misma diferencia entre el sujeto poético y el escritor que entre el narrador y el escritor; el poeta también puede ser creador de ficciones en la medida en que trascienda sus vivencias. Y, sin embargo, incluso en esas situaciones, notaremos su presencia a lo largo de todo el poema: en el mundo creado, en la elección del punto de vista o detrás de cada palabra, percibiremos la presencia del poeta.

Creo que en esa pulsión que siente el escritor se encuentra a la vez la felicidad y el sufrimiento. Sólo se trata de una forma de vida, pero estoy segura de que, al igual que la pequeña serpiente juguetona, puede provocar felicidad y puede hacer sentir el más terrible sufrimiento. Una forma de vida; nada más. Un modo de leer y expresar la vida. Es la misma base que la de la pintura, la danza, la escultura, la música o la cocina; también la misma que la de la artesanía, la agricultura, el comercio o la costura; la misma que la de cualquier creación. Y todos creamos algo a lo largo del día: el peinado, la vestimenta, la comida…; cualquier pequeño gesto guarda en sí una creación. A J.M.Arzak el mundo se le representa en un plato, multiplicando hasta el infinito sus posibilidades: una hoja, un hermoso grafiti, la nube de azúcar que devoran los ojos de un niño…; cualquier experiencia puede convertirse en aguijón. Juan Mari observa el mundo y en su mirar travieso podemos ver la imaginación bullendo. Es la misma mirada que la del escritor.

Esos ojos agitarán las palabras como si se tratara de sábanas blancas bajo el ímpetu del viento del norte o bajo una suave brisa. Ha surgido el embrión del poema. Después, el poeta sentirá la necesidad del lápiz y una hoja, del ordenador o del arrugado papel del periódico. Escribirá esa palabra inevitable durante la noche, encendiendo la lámpara de la mesilla, en el libro que ha dejado antes de dormir; o surgirá la idea bajo el agua caliente de la ducha y tendrá que salir corriendo, desnudo, para escribirla en el primer cuaderno que encuentre, sin darse cuenta de que, a sus pies, el charco se va agrandando o haciéndose cada vez más profundo. Empujará el carrito del niño, repitiendo mentalmente esa palabra que, ante la imposibilidad de escribirla, tatuaría en su piel, repitiéndola una y otra vez, insistentemente, con la angustia de una oración. Escribirá al acostar a los niños, convirtiéndose en un ser noctámbulo y ojeroso; escribirá en la playa, en la oscuridad del cine, en la soledad de la celda o en el descanso del trabajo. Y después, la soledad de la habitación se convertirá en su buque velero. Leerá, leerá y leerá; no hará nada más. Los que le rodean verán cómo los libros desbordan la madriguera, engullendo al escritor. Trabajará, trabajará y trabajará; no hará nada más hasta escribir el poema que tímidamente se acercará a las obras maestras tan admiradas, a la perfección del poema soñado. Y los de alrededor se preocuparán; pensarán que se está volviendo loco, pero, en el momento más inesperado, abandonará la madriguera y entonces, sobre las ojeras, en la mitad de la niña del ojo verán el tenue rayo de la frágil felicidad.

A.Machado falleció el 22 de febrero, a las cuatro de la tarde. Tres días más tarde, murió su madre. Su hermano José encontró dos hojas arrugadas en el bolsillo del abrigo del poeta: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

“Golondrinas tejiendo el aire”

Hace unos años, un alumno comenzó a leer un libro en clase. Nuestro timbre es el sonido de la “txalaparta”, capaz de despertar a cualquier alumno dormido, que haría resucitar a cualquier difunto. Al embrujo de ese ritmo le sigue el estruendo de las sillas, como si se tratara de un terremoto. Me asusté: el alumno seguía leyendo; quizás, un extraño malestar, acaso un ataque catatónico. Sólo estaba segura de que no se trataba de una sobredosis. Por lo menos, respiraba, y, de vez en cuando, asomaba una sonrisa a sus labios. Empecé a relajarme, imitando a un fotógrafo que inmortalizara el momento. Al final, levantó la vista y extrañado me dijo: “Maixa, puedo ver la historia en mi mente, como si se tratara de una película…”.

Fue un acontecimiento tan inolvidable como grave, ya que el alumno en cuestión tenía doce años cuando se sumergió por primera vez en un libro. Nuestro alumnado de secundaria es en su mayor parte inmigrante, pertenece a familias de un nivel socioeconómico muy bajo y eso me ha hecho sentir siempre muy responsable, y es que tengo la certeza de que casi los únicos libros que leerán a lo largo de su vida, serán los del colegio.

El número de lectores apasionados de mis clases no ha sufrido variaciones: en los casos optimistas, tres. El resto sólo lee las lecturas obligatorias. Sé que muchos especialistas están en contra de obligar a leer, pero si amamos el mundo interno de los alumnos igual que su cuerpo; si les obligamos a comer comida sana y a hacer deporte, ¿por qué no exigirles leer? El primer paso siempre debería ser transmitirles de forma apasionada lo que amamos; de acuerdo. Cuando son niños resulta sencillo nadar con ellos en el maravilloso mundo de la literatura infantil. En la adolescencia, sin embargo, en ese mar aparecen los primeros escollos. La lectura exige esfuerzo y los jóvenes de hoy en día tienen muchos estímulos a su alrededor. Por eso, revindico los “momentos amish”, esos momentos incuestionables que poco a poco se convertirán en costumbre. Los resultados han sido el mejor regalo de este curso.

Después, vendrá la labor de guía, la misma que hicieron aquellos profesores que admiré. Soy profesora de lengua y literatura castellana, y este curso, la realidad de mis alumnos me ha hecho replantearme los libros de lectura. Me dio mucha lástima, pero la respuesta de los alumnos ha merecido la pena. Tal como me comentó una profesora, es hermoso ver a un alumno que parece haber nacido en el Bronx sumergirse en una tierna historia de amor. Sin embargo, también hay que cuidar a esa minoría apasionada y alegra saber que los del último curso han hecho suyos tesoros de I.Calvino, M.Rivas, A.Méndez, G.G.Márquez o P.Levi.

Este artículo me encuentra reflexionando sobre cómo trabajar la poesía durante el curso que viene. Habrá que hacer de guía: haikus, rap, canciones, poemas elegidos… Este año me he dado cuenta de que los alumnos leen poemas como si fueran acertijos y me dejaron asombrada cuando acertaron con el contenido de “Juicio temerario” de C.Bonald. Se trata de palmaditas en la espalda para seguir trabajando; somos responsables de acompañar en la educación de su sensibilidad. De ese modo, lograrán disfrutar de los momentos tan especiales que proporciona la poesía, de esos momentos mágicos que se asemejan a las horas en las que “las golondrinas tejen el aire” (Sarrionaindia).

NOTA: Este artículo fue publicado en “Hitzen Uberan” el 29 de junio de 2018, al día siguiente del fallecimiento de P.Ezkiaga, poeta al que se hace referencia en el texto.