La casa muda

Textos

–El primer caso del día, para vosotros.

No sólo era el primer caso de aquel día, sino mi primer caso, ya que aquella misma semana pasé de recepción al grupo de investigadores; no porque tuviera un don especial, sino porque la primera semana de agosto, la indolencia que a lo largo del año se había apoderado de todos los rincones del despacho se mostraba oculta tras la tranquilidad de las vacaciones. Juan también soñaba con que no ocurriera nada grave, con la posibilidad de retrasar con facilidad a septiembre las diligencias propias de cualquier caso.

Aquel día, sin aire acondicionado, la quietud que se respiraba en el ambiente parecía adquirir mayor densidad desde las primeras horas de la mañana. El año pasado, aquella primera semana de agosto, un calor sofocante ahogó la ciudad y, al igual que nuestros movimientos, los de la mar también se hicieron más perezosos, semejantes a nuestros pensamientos aletargados.

–Tenéis en el ordenador las órdenes para registrar el domicilio y detener al propietario.

Al escuchar las palabras del superior, Juan frunció el ceño.

–No desayunes…

Me quedé observando el café del vaso de plástico.

–Será mejor que nos movamos.

El cambio de humor de aquel hombre hacía recordar las tormentas de verano.

–Bendito Diógenes –dijo al entrar en el automóvil.

Hace mucho, aprendí que los compañeros apenas contestaban a Juan porque explotaba fácilmente, de la misma manera que un explosivo que no necesita llama. Daba miedo estar al lado de aquel hombre que pasaba el día murmurando. Estaba a punto de jubilarse y el hecho de atravesar la ciudad y entrar en un piso pestilente en pleno verano le parecía una broma macabra o la última gracia de los compañeros.

Entrar al auto y conducir. No había hecho ningún otro movimiento, pero el resoplido de aquel hombre con el uniforme a punto de reventar revelaba el cansancio de su corazón.

Al llegar a la dirección, dejó el auto en segunda fila.

–A ver si terminamos pronto… Después, ¡que lo limpie el ayuntamiento! Echamos la puerta abajo, detenemos a quien haya que detener y ¡listo!

El portal se encontraba abierto. Una mujer con mandil, encorvada por la vida, fregaba el suelo. El brillo de las resquebrajadas baldosas no hacía recordar el del mar.

Juan subió los peldaños a paso lento, con cuidado, agarrado al pasamanos de madera. Le seguí por detrás, pero me detuve comprobando la dirección: Hondarribia 35, 1ºA. Era correcto, pero en aquella ensortijada escalera no se notaba ningún hedor, ningún olor nauseabundo fruto de la acumulación de basura y objetos durante años.

–Es aquí. –El rollizo dedo tocó el timbre.

Cuando pensábamos que no había nadie detrás de la negra pero abrillantada puerta, escuchamos unos pasos. Parecían pasos mansos, lentos, más vacilantes que temerosos, que indicaban la duda de alguien acostumbrado a vivir solo.

–La Ertzantza –Juan murmuró la solitaria palabra.

Nos miramos y esperamos. Al otro lado de la puerta, los pasos seguían vigilantes, quietos, intentando seguramente adivinar el pensamiento de aquellos dos hombres y, de pronto, se abrió la puerta.

Teníamos ante nosotros a una mujer menuda. Unas gafas grandes le cubrían el pálido rostro y tras escuchar las palabras de Juan, se sentó en una silla que había al lado de la puerta, como si su debilitado cuerpo no pudiera sostenerla. Las manos, en el regazo.

–Ven a ver esto…

Juan recorría todas las habitaciones de aquel piso blanco que tenía las paredes repletas de infinitas estanterías. En todas las habitaciones, desde el suelo hasta el techo, había hileras interminables repletas de miles de cartas blancas robadas; sobres de todos los tipos y tamaños, bien ordenados. La correspondencia de las tres habitaciones era ordinaria; las de la sala de estar, administrativa… Todos los sobres blancos, todos, bien ordenados, en aquella casa que había convertido sus paredes en correspondencia. Juan observaba pensativo la oficina de correos, desde la ventana.

La mujer nos acompañó dócilmente a comisaría. En el interrogatorio, aunque aceptó la acusación de robo, no logramos que dijera una sola palabra más. Juan miraba atentamente a la abatida señora.

–¿Qué le ocurrirá? –La pregunta de mi compañero era retórica. “Multa, desempleo y una casa desnuda y muda” me dije a mí mismo.

Aquel día bochornoso, redacté yo mismo el informe. A lo largo de la mañana, noté a mi compañero extraño, callado, pensativo. Por aquellos días, las bromas sobre su jubilación rompían la quietud de la oficina, y, por eso, no le dije nada a mi compañero entristecido cuando al dejar el informe sobre su mesa, observé con extrañeza un sobre en el que estaba escrita una dirección: “Laura Altube. Calle Hondarribia 35, 1ºA, San Sebastián”. A los pocos días, la mujer colocaría con un estremecimiento aquella primera carta, de remitente desconocido, la de mi rudo y solitario compañero, en una de aquellas estanterías desnudas.

NOTA: Este relato se publicó en la revista IVAP (Instituto Vasco de Administración Pública) en el número 102 del año 2018.