Desde la orilla

El hundimiento (1793), W.Turner

Habiendo nacido cerca de la naturaleza, el monte ha conformado el paisaje de mi infancia, y, quizás, por eso, sea el mar quien disponga de un mayor poder embrujador sobre mí: durante el verano, contemplo las frías aguas azules desde la orilla, de modo que la superficie inabarcable se convierte tanto en la prolongación del libro que guardo en mi regazo como en el balanceo de mi mirada y pensamientos; en invierno, me acerco desde algún acantilado al rugido de ese territorio anegado al que el viento del norte ofrece su ferocidad.

Bajo el sol estival, las olas se llenan de gente y es en invierno cuando la nostalgia de los cuerpos desnudos lanza al solitario mar en su búsqueda: recobra su territorio, devuelve a los arenales lo que no le pertenece y consigue escuchar los añorados gritos de los niños. Salpica con su espuma la página en blanco del escritor que se acerca a la costa e imperceptiblemente el intenso azul la conquista y la hace suya. Por eso son hermosas las palabras que capturan sus redes, las de Conrad, las de Stevenson, las de V.Wolf, las de tantos escritores…, pero, especialmente, las escritas por las humedecidas miradas de los poetas; porque pertenecen al fondo marino.

El mar no es solitario. Sin embargo, muchas veces, no se percata de que no necesita de rugidos amenazantes para atraer las miradas de los amantes, las sonrisas de los paseantes o las risas de los niños. Los hombres de la mar afirman que mar adentro, lejos de nuestro iluminado mundo, existe todavía una soledad oscura en las lúgubres noches sin luna, reflejo de la oscuridad del fondo marino adonde no consigue llegar un solo rayo de luz. Y porque sufre la angustia de la soledad, la oscuridad engulle embarcaciones, sueños de pescadores y cuerpos negros como la pez.

La madre de M. Duras no pudo poner diques al terrible y vasto mar que devoraba sus estériles tierras. A nosotros, nos sigue aterrando el mismo rugido en las tormentas nocturnas. El hombre que condenó a Adolf Eichmann a la pena de muerte conocía a la perfección ese sentimiento; esparció sus cenizas en el mar para que nunca pudiera descansar en paz.

Hoy también me he acercado a la mar. Se hallaba tranquila, disfrutando de las miradas que la observaban desde la orilla. Hoy sus palabras eran dulces y apenas se llegaba a escuchar su voz en los conductos del Peine del viento; sólo me ha confesado que en sus aguas se encuentra más de un cementerio.

NOTA: Este artículo fue publicado en “Hitzen Uberan” el 15 de abril del 2019.